miércoles, 29 de febrero de 2012

LA CONFERENCIA


(Artículo publicado en Viva Jerez el 1/3/2012)
Me caía de sueño. Los párpados desobedecían mis órdenes de mantenerse abiertos y poco a poco sucumbían al sopor que me invadía. Realizaba verdaderos esfuerzos para mantenerme despierto, pero no era tarea fácil. Incluso probé pellizcarme con fuerza en el brazo para que el dolor superara al sueño. Pero nada. Fue hace años… y aún, cada vez que lo recuerdo, me muero de la vergüenza. Y es que la conferencia era realmente para dormirse. Un amigo, que desde ese día dejó de serlo, me comprometió a asistir a su disertación que, sobre no recuerdo qué asunto, iba a dar un viernes por la tarde. Y allí estaba yo, en primera fila, con un auditorio casi a rebosar, lo que daba cuenta del poder de convocatoria. 

Y comenzó. Bastaron veinte segundos para advertir lo que avecinaba, ya que comenzó a leer (con una muy mala oratoria) un tocho de noventa páginas con tono monótono, aburrido. Así, durante una hora y veinte minutos sin que en ese tiempo levantara siquiera la cabeza de los folios ni para beber agua. Y quedaba más de la mitad. La conferencia era intragable, soporífera. Los de las últimas filas se levantaban con disimulo y hacían mutis por el foro. Todos mirábamos impacientes un reloj que había en la sala que parecía funcionar a cámara lenta. Unos tosían inquietos, otros bostezaban y los demás charlaban en voz baja. Pasaban los minutos y el tocho de folios que quedaba por leer no mermaba. Y entonces, llegó el sueño. La noche anterior había estado de juerga y había dormido tres horas. La calefacción de la sala, la cansina cantinela del orador y el cómodo sillón que me acogía hicieron el resto y, tras luchar denodadamente con mis párpados, éstos cayeron y rebotaron varias veces hasta cerrarse. 

No recuerdo más. Tan solo que, minutos más tarde, alguien me dio un codazo y cuando desperté noté mucho silencio en la sala. Pero no porque el público se hubiera ido, si no porque al parecer el conferenciante había interrumpido su charla a consecuencia de mis fuertes ronquidos. Todo me miraban fijamente, unos sonriendo con disimulo y otros mostrando una hipócrita seriedad que escondía agradecimiento por haber logrado interrumpir el tostón de conferencia. Pero el más cabreado, sin duda, era mi amigo que, en pie y sosteniendo en sus manos el folio 65 (aún le quedaban 25 más para acabar) me lanzaba una mirada inquisidora que aún hoy recuerdo. Pensé en pedirle disculpas pero en ese momento me salió un inesperado y sonoro bostezo. Fue el colmo. Bajé la cabeza, recogí  mi abrigo y salí de la sala como alma que lleva el diablo. Sin mirar atrás. Avergonzado. Desoyendo los comentarios a la par jocosos e insultantes que  proferían en mi huida. Paradójicamente se me había pasado el sueño… y esa noche tampoco logré dormir. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario