¡Vaya cara que tienes hoy!. Así me recibió esa mañana el espejo del cuarto de baño al verme. Ojeroso y con los pliegues de la
almohada aún visibles en mi cara, la imagen que devolvía el espejo no era la
mejor para afrontar la dura jornada que me esperaba. Minutos antes, el cruel despertador
me había sacado a golpe de ring-ring del mundo onírico en el que habitaba feliz
para devolverme a la cruda realidad de un día más de trabajo. Y es que la
nochecita no había tenido desperdicio. Me acosté tarde, a la una de la
madrugada y hasta las cuatro y media no cogí el sueño. Probablemente me
equivoqué de paquete y no me tomé el descafeinado de la tarde al que estoy
acostumbrado sino el Catunambú que había en el estante, con toda su cafeína. Me
levanté tres veces para ir al servicio, una a la cocina para beber un vaso de
leche, chateé un poco en Internet, leí un capítulo más del último libro de
Saramago que lleva más de un mes en mi mesita de noche y a punto estuve de
comprarme el robot de cocina que anunciaban en el Teletienda que tritura, corta
y pela todo tipo de verduras y hasta pica el hielo. Pero nada. Ni por esas
cogía el sueño.
Pensé en contar borreguitos, pero como no era efectivo, probé a
contar gatitos, osos panda y hasta cachalotes del Índico… pero nada. La última
vez que miré el reloj eran las cuatro y cuarto, por lo que supongo que poco
después Morfeo que acogió suavemente en su seno. Algo más de dos horas después,
ahí estaba yo. Recién duchado, afeitado, desayunado, peinado y vestido. Volví a
mirarme al espejo y la imagen no era mucho mejor que la anterior. Pensé en
llamar a mi jefe aduciéndole la repentina muerte de mi tío segundo por parte de
mi madre, ése que vive en Bilbao, y que me hallaba tan consternado por la
noticia que no tenía fuerzas para ir al trabajo. Después consideré que mis
naturales dotes para convencer al personal se hallaban hoy mermadas por el
estado de embriaguez mental en el que me encontraba.
Total, que me armé de
valor y allí que estaba yo en plena calle, andando presto al trabajo, aislado
por la música de mi Ipod cuando, de repente, algo me llamó la atención. Había
pocos coches y menos gente en la calle. Miré el reloj. Llego bien al trabajo.
Son las 7,50 de la mañana y hoy es… Hoy es lunes… ¡Siete de enero!. ¿Se imaginan la cara de tonto que se me puso,
allí parado, frente al señor de la Puerta Real y junto a dos japoneses que le
hacían fotos a Primo de Rivera?. En fin, que de perdidos al río. Compré la
prensa y me fui a La Vega a tomar churros a ver si me despejaba un poco. ¿Un
café?, me sugirió el camarero chino que ahora lo regenta. ¡No, por Dios!, que
me voy rápido a casa… a ver si duermo un poco…
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